lunes, 13 de mayo de 2013

ANALISIS DE LA ESTRUCTURA EXTERNA DEL CUENTO "MARIA DOS PRAZERES"

ANALISIS DE LA ESTRUCTURA EXTERNA DEL CUENTO
"MARIA DOS PRAZERES"














EXPOSICION:
 
El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sentía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de navidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.

NUDO:

Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
— No se preocupe — dijo en voz muy baja—. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus pormenores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
— Lo que quiero decir — dijo—  es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el vecindario, y al entrar padeció un arrebato de alborozo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó para moderar sus ímpetus.
— ¡Noi! — le dijo sin gritar—. ¡Baixa d'ací!

El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró perplejo.
— ¡Collons!, — exclamó él—. ¡Ha llorado!
— Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora — lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
— ¡Pero ha llorado, cono! — repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
— Todos los perros pueden hacerlo si los enseñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?



CLIMAX:

En medio de aquella tensión irresistible, el último viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los catorce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años.
Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
— Entonces los fusilarán sin remedio — dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo.
María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
— Pues ruégale a Dios que no — dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
— ¿Y eso por qué?
— Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admitirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
 


DESCENLACE:                   

Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuerpo el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba atención a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
— Voy muy lejos — dijo María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
— Dígame adónde va — insistió él.
— A Gracia — dijo ella. S La puerta se abrió sin tocarla.
— Es mi rumbo — dijo él—. Suba. ‘En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
— Esto es un trasatlántico — dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno—  Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
— En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío — dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
— Me lo imagino — suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de seguir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la cabeza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme — dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme de nadie — dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario